
Poco imaginaba yo que a partir de su colapso en la cima de esa colina, al final de su vida, mi padre iba a tener tantos contactos con adventistas. Desde la colina trasladaron a mi padre a toda prisa a una clínica. Una médica adventista le aplicó una inyección directamente en el corazón, la cual lo mantuvo con vida hasta que lo llevaron al hospital de Zagreb. La hermana de la médica, otra doctora adventista, trabajaba en ese hospital. Comenzó a visitar a mi padre, y también una enfermera adventista que trabajaba en ese lugar.
Aunque parezca increíble, los padres de la esposa del seminarista yugoslavo a quien yo le había pedido consejo, vivían al lado del hospital. Este matrimonio visitó todos los días a mi padre. Le llevaron alimentos, aunque él se sentía demasiado débil para ingerirlos. También le prepararon jugos de fruta, alguno de los cuales pudo beber. Confortaron su dolorido cuerpo. Lo ayudaban a levantarse y a acostarse. Además, le hablaron de Jesús. Cierto día, le preguntaron con afecto si había entregado su corazón al Señor. Con toda sinceridad, dijo que sí. Mi padre se había acercado al Señor porque, como en la parábola del Buen Samaritano, alguien se había acercado compasivamente a él, un desconocido a la vera del camino.
Todo eso había ocurrido antes de que yo llegara a Yugoslavia. Pero algo más iba a suceder. Al salir del avión en Zagreb, me abordó un señor alto, de apariencia distinguida, quien me informó que me llevaría al hospital. Eso sin duda se debía a los "preparativos" que el seminarista había hecho para mí. Rumbo al hospital, le dije a mi generoso anfitrión: "Supongo que usted es uno de los pastores de la ciudad". Me respondió: "Se podría decir que soy algo así". ¡Era el presidente de la asociación adventista! ¡Qué honor! Yo era un desconocido y él había venido a ayudarme. Qué contraste con los dos clérigos de la parábola: el sacerdote y el levita, que no quisieron servir a un desconocido gravemente herido.
Viví un momento inolvidable cuando entré en la habitación de mi padre en el hospital. Él no sabía que vendría a verlo. Lo encontré sentado en el borde de la cama, sostenido por la enfermera. Al verme, noté cómo una creciente alegría se pintaba en su rostro. Me invadió un torrente de emoción. Había llegado a tiempo. La bendición de Dios era evidente.
Cuando comenzamos a hablar, mi padre dijo cosas que nunca olvidaré. Por muchos años yo había anhelado que llegara al conocimiento del Señor y abrazara la fe adventista. Sus palabras fueron: ”Si pueden producir gente como ésta, yo quiero formar parte de este pueblo. Son gente noble". La "gente como ésta" eran los adventistas que habían estado visitando y cuidando del desconocido que habían encontrado a la vera del camino.
Poco después mi padre dijo: "Si salgo vivo de aquí, me quiero bautizar para unirme a esta gente". ¡Increíble! ¿Qué lo había llevado a esa decisión? No había sido una doctrina, sino un grupo de adventistas que irradiaban el amor de Cristo.
Esto se sumaba a lo que había sucedido algún tiempo antes que papá viajara rumbo a su patria. Cada año acudían a la Universidad Andrews yugoeslavos adventistas provenientes de toda América del Norte para celebrar un congreso en el contexto de su cultura. Se me ocurrió que debía invitar a mi padre a esas reuniones para que escuchara de nuevo su idioma natal y la música ejecutada con instrumentos que él mismo solía tocar. Aceptó la invitación y disfrutó mucho de la experiencia.
A la hora del sermón del sábado predicó el pastor Teodoro Carcich, un enorme croata que era uno de los vicepresidentes de la Asociación General de la Iglesia Adventista. En un momento de su sermón comenzó a referirse a la marca de la bestia. Me preocupé pensando en cómo reaccionaría mi padre católico, sentado junto a mí. Comencé a orar en silencio: "Amado Señor: Ayuda al pastor Carcich a cambiar de tema". De repente, el predicador dijo:
¡El pastor Carcich estuvo más acertado de lo que jamás pudo imaginarse! Después del sermón, mientras papá conversaba con algunos, le pregunté al pastor Carcich si le gustaría conocer a mi padre. Respondió con un entusiasta "¡Por supuesto!" y avanzó rápidamente en dirección a mi padre, como si fuera un tanque yugoslavo. ¡Uy! Le dio un gigantesco abrazo. Papá era un hombre grande, pero mi querido pastor era más grande aún, y todo lo que quedó a la vista de mi padre fue su rostro lleno de asombro. La expresión del amor y aceptación de los adventistas resultó conmovedora. Las palabras y las acciones del pastor Carcich fueron un anticipo de lo que iba a ocurrir en Yugoslavia tiempo después.
Un día papá me dijo en su habitación del hospital, en presencia del presidente de la asociación: "Pon tu mano derecha junto a la mano de él". Nuestras palmas y nuestros dedos quedaron paralelos. Entonces papá rodeó nuestras manos con las suyas y dijo, mirándome a los ojos: "Tú eres mi hijo". Y volviéndose hacia el presidente le dijo: "Usted es mi amigo". Sus palabras contrastaban con las que me había dirigido años antes: "Ya no eres mi hijo. ¡No hay lugar para ti en esta casa!" Ahora, en los momentos finales de su vida, declaró solemnemente que yo era su hijo. Me parece que en ese momento nuestro Padre celestial también se inclinó hacia él y le dijo tiernamente: "Y tú eres mi hijo".
Los medicamentos que se le habían administrado a mi padre no habían aliviado sus fuertes dolores. Después me enteré que el ataque había destruido dos tercios de su corazón y su circulación era tan pobre que los dedos de los pies habían empezado a gangrenarse. El dolor y la sensación de frío eran intolerables. Le rogué al doctor que le administrara un analgésico más potente. Después de reflexionar un poco me dijo que un medicamento más fuerte podría causarle a papá un paro cardíaco. Pero decidió administrarle morfina, lo que lo sumió en una dulce somnolencia.
Esa tarde, dos personas que había conocido me invitaron a cenar. Con papá descansando en el hospital, nos fuimos en automóvil hasta un restaurante lejano. Regresamos después de medianoche, y creí que me llevarían directamente al hotel. En cambio, me preguntaron si quería ver a mi padre antes de irme a dormir. Acepté y pocos momentos después me encontraba en la sala de terapia intensiva del hospital. En la quietud del momento, sin enfermeras presentes, me acerqué a la cama de papá. Estaba recostado sobre su almohadón, tal como lo había dejado. Le puse la mano encima y oré: "Amado Padre celestial: Perdónale sus pecados a mi padre y recíbelo en tu reino eterno". Más o menos una hora y media después papá falleció. ¡Qué privilegio haber podido pronunciar una bendición sobre la persona que posibilitó mi presencia en este mundo!
Cuando yo era niño, papá me contó que una noche había tenido un sueño en el cual se le había señalado que debía dedicar diez días a Dios. Varias veces le pregunté si le había dado a Dios esos diez días. Siempre me contestaba: "No todavía, pero lo voy a hacer". Lo notable es que yo pasé diez días con mi padre en el hospital. Falleció en el día número diez, el día que los católicos denominan: "Día de Todos los Santos". Creo que mi padre, católico como era y adventista como llegó a ser, está incluído en la lista de los santos, como llama Pablo a los cristianos sinceros y que los diez días que pasé con él, fueron los diez que se le habían pedido que ofreciese a Dios. Nunca debemos abandonar la esperanza en la salvación de un persona. La gracia de Dios se puede manifestar en cualquier momento, aún en medio del sufrimiento, incluso al final de la vida.
Antes del fallecimiento de papá, la enfermera del turno de noche dijo algo impactante: "Dios no es bueno. Yo soy buena". No era una blasfemia. Quería decir que ella estaba haciendo todo lo posible para aliviar al paciente, mientras parecía que Dios no estaba haciendo nada por él. ¿Dónde estaban las evidencias de su poder? Pero yo sé que Dios estaba allí. Su presencia invisible estaba obrando en medio de los sufrimientos de mi padre. El Señor no le quitó sus dolores, pero su providencia lo guió a una sincera conversión, a conocer a Dios como su Salvador y Señor. Cuando papá despierte en la resurrección se encontrará en los amantes brazos de Dios.
Pastor Carcich, usted tenía razón. El amor que los adventistas le manifestaron a mi padre lo condujo hasta el Dios de amor. Y Elena de White estaba en lo cierto cuando escribió:
"El último mensaje de clemencia que ha de darse al mundo, es una revelación de su carácter de amor" (Lecciones prácticas del gran Maestro, p. 295)
Eso ha de ocurrir por medio de nosotros, los siervos de Dios, al brindar amor y cuidado afectuoso a todo desconocido que encontramos en nuestro camino.
Autor: Ivan T. Blazen
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