En nuestros días asistimos a una extraña paradoja en los países occidentales: gozamos de una calidad de vida muy alta, nunca antes se había disfrutado de tanto bienestar material.
Sin embargo, al mismo tiempo hay muchos más casos de depresión, ansiedad, estrés y soledad que nunca.
La gente vive mucho mejor, pero se siente mucho peor.
Este artículo tiene su primera parte AQUÍ
«Y considerémonos unos a otros, para estimularnos al amor y a las buenas obras, no dejando de reunimos corno algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos, tanto más cuando veis que este día se acerca» (Heb. 10:24-25).
En el anterior artículo consideramos las motivaciones correctas para sobrellevar las cargas los unos de los otros. En esta segunda parte nos centraremos en la puesta en práctica del cuidado mutuo -¿cómo hacerlo?- y en sus resultados, ¿qué efectos produce?
«Sobrellevad los unos las cargas de los otros y cumplid así la ley de Cristo» (Gál. 6:2).
«Este es tu problema, no el mío»; «¿Y a mí qué? Yo paso».
Estas frases, tan populares hoy en una sociedad individualista en grado sumo, reflejan la tendencia natural del ser humano desde que Caín hizo la cínica pregunta que aparece como título de este artículo refiriéndose a su hermano Abel, a quien acababa de matar.
Por naturaleza, todos llevamos algo de «cainismo» en el corazón: indiferencia y egoísmo en las relaciones con el prójimo.
Existen dos impresionantes frases relativas a Jesucristo: «Padeció bajo el poder de Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado».
Así se expresa, condensadamente, toda la crudeza de la humillación de Cristo. Si tales frases fuesen las últimas de la Biblia, el cristianismo sería un enigma nebuloso.
El final del ministerio de Jesús podría interpretarse como una tragedia desconsoladora, como el derrumbe de un cúmulo de esperanzas gloriosas. Y como un misterio torturador. ¿Habría de morir Cristo como un vulgar malhechor?
Si les preguntásemos a los 7.000 millones de personas que habitan nuestro planeta ¿quién es Cristo?, descubriríamos que al menos 2.000 millones asociarían ese nombre con el fundador del cristianismo.
Si les formuláramos la misma pregunta a los cristianos, descubriríamos que muchos no podrían darnos una respuesta clara y otros proporcionarían una variedad de respuestas discordantes. Esta situación no debiera extrañarnos. Por ejemplo, si indagásemos quién es Barak Obama, nos encontraríamos con una situación similar.
Si las cosas son así, ¿podemos llegar a conocer a ciencia cierta quién es Cristo?
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