
Y todo aquel que invocare el nombre de Jehová será salvo; porque en el monte de Sión y en Jerusalén habrá salvación, como ha dicho Jehová, y entre el remanente al cual él habrá llamado. Joel 2:32
Martín Lutero pasó los primeros años de su vida obsesionado porque no estaba seguro de su salvación.
Se encerró en la oscuridad de una celda monástica, donde castigaba su cuerpo y su alma con ayunos y azotes con el propósito de ganar el favor de Dios.
No hubo sacrificio ni práctica ascética que no estuviera puesto a realizar, con tal de obtener la bendita seguridad de su salvación. Él mismo dijo: «No rehuía sacrificio alguno con tal de llegar a poseer un corazón limpio que mereciese la aprobación de Dios».
Es especialmente significativa su experiencia cuando visitó la ciudad de Roma por primera vez. Grandes esperanzas llenaban su corazón al visitar el centro de la cristiandad. Cuando vislumbró todavía desde muy lejos la ciudad, cayó de rodillas, y exclamó: «!Salve, Roma santa!»
Poco antes, un decreto papal había prometido indulgencia a todo aquel que subiese de rodillas "la escalera de Pilato". La tradición decía que los ángeles la habían transportado desde Jerusalén hasta Roma.
«Mientras subía devotamente aquellas gradas, recordó de pronto estas palabras que como trueno repercutieron en su corazón: "El justo vivirá por la fe" (Rom. 1:17). Púsose de pronto de pie y huyó de aquel lugar sintiendo vergüenza y horror» (ibíd., p. 134).
Pero un día, mientras leía la Epístola a los Romanos, Lutero se dio cuenta de que no podía ganar su salvación. La Biblia dice que la salvación se recibe, que no se puede ganar. Esos versículos de la Escritura libertaron a Lutero. Cambiaron totalmente su opinión de que sus obras lo hacían merecedor de la gracia de Dios. Reconoció que Jesucristo ya había hecho todo lo que había que hacer para su salvación. Lo que tenía qué hacer era recibir por fe lo que Jesús había hecho, puesto que el Señor había pagado la deuda de sus pecados en la cruz.
Todos nosotros, al igual que Lutero, experimentamos momentos de incertidumbre en cuanto a nuestra salvación. A veces sentimos que estamos perdidos, que Dios se ha cansado de nosotros y que no somos aceptados por él. Cuando nos sentimos hundidos por el peso enorme de nuestros fracasos, o cuando estamos simplemente desanimados, debemos recordar que nuestros fracasos no han terminado con nuestra salvación en Cristo.
Recordemos que hoy, como el día en que creímos por primera vez, solamente «aquel que invocare el nombre de Jehová será salvo». Invoquemos el nombre de Jesús hoy.
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