
Hace poco leí la prosa elegíaca Starry Nights.The Soul of the Night, del astrónomo Chet Raymo.
Me hizo pensar bastante en el universo como un todo. Ahora, cuando logro encontrar un raro espacio oscuro entre las luces de las calles de Chicago, estiro el cuello en extraños ángulos para mirar el cielo.
Lo que más logro ver es la luna, Venus y la estela dejada por los jets que se dirigen al campo de aterrizaje del O'Hare. Por lo tanto debo creer en las palabras de Raymo por lo que está más allá de mi visión.
Cuanto más aprende uno del universo, tanto más disminuye la terrena autoestima.
Nuestro sol, lo suficientemente poderoso como para broncearnos la piel y extraer el oxígeno de cada planta de la tierra, obtiene una clasificación muy baja según las normas galácticas. Si la gigantesca estrella Antares estuviese ubicada en la posición en que está nuestro sol --143 millones de km de distancia (93 millones de millas)-- ¡la tierra quedaría adentro! Y pensar que nuestro sol y Antares son sólo dos representantes de las 500 mil millones de estrellas que nadan alrededor en el vasto, solitario espacio de la Vía Láctea.
Una moneda pequeñita sostenida entre los dedos y con el brazo extendido puede bloquear de la vista unas 15 millones de estrellas, siempre que nuestros ojos pudiesen ver con ese poder.
Existe sólo una galaxia, Andrómeda, lo suficientemente cerca de nosotros (la fruslería de 2 millones de años luz) como para verla a simple vista.
Ya aparecía en los mapas estelares mucho antes de la invención del telescopio. Hasta hace muy poco nadie sabía que aquella pequeña burbuja de luz marcaba la presencia de otra galaxia que es dos veces más grande que nuestra galaxia, la Vía Láctea, ni que fuese el hogar de un trillón de estrellas. T
ampoco nadie sabía que estas dos vecinas sólo representan dos de los cientos de millones de galaxias parecidas y atestadas de estrellas.
Una de las razones por las cuales el cielo nocturno permanece oscuro a pesar de la presencia de tantos cuerpos luminosos, es que todas las galaxias se alejan la una de la otra a una velocidad impresionante. Mañana, algunas galaxias estarán a 48 millones de km (alrededor de 30 millones de millas) más distantes. En el tiempo que me lleva escribir esta frase, ya se han separado otros 8.000 km (5.100 millas).
Una carretera pavimentada con polvo de diamantes
En cierta ocasión, pude contemplar la Vía Láctea en toda su gloria. Tuve esa magnífica experiencia durante mi visita a un campamento de refugiados en Somalia, Africa, justo debajo de la línea ecuatorial. Nuestra galaxia se extendía a través de la oscura bóveda celeste igual que una carretera pavimentada con polvo de diamantes.
Aquella noche, cuando estaba con la espalda apoyada sobre la tibia arena y lejos de las luces callejeras, nunca más me ha parecido el cielo tan vacío y la tierra tan grande.
Había pasado todo el día entrevistando a los obreros de socorro para obtener datos de los grandes desastres del momento. Bangladesh, Kurdistan, Armenia, Sudan, Etiopía, Yugoeslavia, Rwanda --los nombres de los lugares cambian, pero el espectáculo del sufrimiento tiene una mortal igualdad: madres con fláccidos pechos que no dan leche, bebés que lloran y mueren, padres buscando afanosamente leña para el fuego en un terreno desprovisto de árboles.
Luego de haber estado escuchando durante tres días las dramáticas historias de la miseria humana, casi no podía levantar mis ojos más allá del campamento de refugiados situado en un oscuro rincón de un oscuro país del Cuerno de Africa.
Hasta que vi la Vía Láctea. Abruptamente recordé que el momento presente no representa toda la vida. Y que la historia continúa. Tribus, gobiernos, civilizaciones enteras han surgido y han caído, llevando consigo el desastre en su desaparición. Pero no me permití confinar mi visión a las escenas de dolor que me rodeaban. Necesitaba alzar mi vista, hacia arriba, hacia las estrellas.
"¿Podrás tú atar los lazos de las Pléyades, o desatarás las ligaduras de Orión? ¿Sacarás tú a su tiempo las constelaciones de los cielos, o guiarás a la Osa Mayor con sus hijos? ¿Supiste tú las ordenanzas de los cielos? ¿Dispondrás tú de su potestad en la tierra?" Todas estas preguntas se las formuló Dios a un hombre llamado Job quien, obsesionado por su propio gran dolor, había limitado su visión a los bordes de su picante piel.
Es admirable cuánto le ayudó a Job la advertencia de Dios. Todavía le picaba la piel, pero había tenido un vistazo de otros asuntos que Dios tenía que atender en un universo de mil millones de galaxias.
Me parece que el discurso de Dios registrado en el libro de Job contiene un tono de severidad. Y tal vez sea ése su mensaje más importante: el Señor del Universo tiene derecho a la severidad cuando es atacado por un minúsculo ser humano, sin importar el mérito de su queja. Nosotros, ministros del evangelio, trabajadores de socorro en Somalia, descendientes de Job, no nos atrevamos a perder de vista el Gran Cuadro, cuya vista se capta mejor en las noches oscuras y estrelladas.
Con la vista alzada al cielo
Uno puede casi marcar el avance de un pueblo si observa su interés en contemplar las estrellas. Cada gran civilización del pasado --incaica, mogul, china, egipcia, griega, del Renacimiento europeo-- realizaron grandes avances en astronomía. En la historia humana existe una ironía que todavía actúa: Una por una, civilización tras civilización, logran la capacidad de comprender su propia insignificancia; luego, cuando dejan de reconocer ese hecho, desaparecen.
¿Qué podemos decir, nosotros, los que lanzamos los satélites Viking y Apolos; nosotros, los fabricantes del observatorio espacial Hubble y del inmenso radio telescopio que se extiende alrededor de 60 kilómetros (39 millas) del desierto de Nuevo Méjico? ¿Nos hacen más o menos humildes nuestros logros? ¿Más o menos adoradores?
Casi en la misma fecha en que leí a Chet Raymo fui a ver una película filmada por el equipo de una nave espacial, con una cámara Omnimax de un formato especial. Lo que más me impresionó fueron los relámpagos de las tormentas eléctricas. Desde el espacio, esos destellos de luces que se encendían y apagaban se veían como un patrón casual de belleza, que en un estallido iluminaba las nubes que cubrían muchos cientos de kilómetros. Su fulgor se extendía a través del espacio, brillaba y luego empalidecía. Lo más misterioso es que no producían ningún sonido.
Me impactó mucho la tremenda diferencia que hace la perspectiva. Sobre la tierra, las familias apiñadas en el interior de las casas, los autos guarecidos bajo los puentes de las carreteras, los animales encogidos de miedo en el bosque, los niños llorando en la noche, los transformadores lanzando chispas, los arroyuelos aumentando su caudal e inundando todo lo que los rodea, los perros ladrando. Pero desde el espacio veíamos sólo un suave, agradable destello que se alargaba y encogía, un océano de olas de luz.
No me imagino el escenario exacto en que tendrá lugar el Armagedón. Sin embargo, las luces de la tormenta filmada a través de una portilla de una nave espacial, me dio una vislumbre de cómo será el fin del mundo mirado desde dos perspectivas diferentes. Desde la tierra (como lo describe el libro del Apocalipsis): granizo del peso de un talento, terremotos, una plaga como no ha existido ninguna, una estrella llamada Ajenjo cayendo del cielo. Pero desde Andrómeda: sólo se ve una pequeña llamita como la de un fósforo encendido y silencioso. Luego la oscuridad. Eso se parece en algo a lo que Chet Raymo ve con su telescopio cuando a muchos años luz de distancia explota una estrella en el espacio.
Así como aprendió Job, se necesita un gran esfuerzo y mucha fe para mantener el Gran Cuadro en mente. Tal vez yo deba alejarme más seguido de las luces de la ciudad para contemplar el cielo.
Autor:Philip Yancey
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