Una de las frases famosas de Einstein dice que, por lo que respecta a la creación del mundo, Dios no juega a los dados. Aunque se refería al elemento aleatorio e impredecible de las leyes de la mecánica cuántica, lo cierto es que el padre de la teoría de la relatividad manifestó siempre su convicción de que existe una mente responsable de la evidente armonía matemática que muestra el universo.
El motor de los acontecimientos del cosmos no es el azar, la casualidad o la autoorganización espontánea, como afirma el naturalismo, sino el diseño realizado por un ser inteligente, el organizador general y creador de todo.
La obra de Dios es asombrosa e increíble
Dios podría haber creado un universo seguro y virtual, poblado de habitantes virtuales, y podría haber pasado la eternidad observando las vidas virtuales de su creación.
Pero no fue así. Por el contrario, aun conociendo las consecuencias, creó un universo real de complejidad asombrosa.
El espacio, la materia y el tiempo surgieron a la existencia junto con –lo que es aún más asombroso– las criaturas vivientes.
Resulta tan inspirador y gratificante analizar los propósitos de Dios al crear el universo que será un tema de contemplación por la eternidad.
¿Son los ovnis extraterrestres de una galaxia lejana que tratan de invadir el planeta Tierra? En este artículo analizaremos lo que la Biblia dice acerca de este importante tema.
El 14 de junio de 1947, Mac Brazel encontró un área grande de restos de tiras de goma, papel de estaño y palos dispersos, que brillaban en la parte norte del rancho de Roswell, Nuevo México, donde él trabajaba como capataz. Informó al gobierno, y un equipo del ejército hizo la investigación. Finalmente, el gobierno emitió la declaración pública de que un globo meteorológico había caído en el predio de aquel rancho.
Pero hasta el día de hoy, muchos aficionados a los ovnis insisten en que lo que permanece en esa estancia en realidad es el resultado de la caída de una nave espacial extraterrestre que, según afirman, el gobierno ha estado tapando.
Era una persona insólita: distraído y generoso, sensible a la crítica y modesto. Fue uno de los extraordinarios gigantes de la historia: un físico brillante, un astrónomo y matemático eminente, y un filósofo natural.
Isaac Newton, este genio y caballero inglés que murió en 1727 a la edad de 85 años, dejó una marca indeleble en cada actividad en la que participó. Conocemos sus leyes del movimiento y la teoría de la gravitación universal. Y lo conocemos a él por su contribución a la comprensión del universo.
Pero raramente oímos hablar acerca de sus contribuciones a la teología cristiana.
En el libro El Universo Inteligente (Grijalbo, Barcelona 1984), Sir Fred Hoyle, el famoso físico y cosmógono, se rinde ante la evidencia de designio y reconoce paladinamente que la vida «no puede haberse producido por casualidad» (pág. 12).
Estas palabras las explica de esta manera: «En una trapería se encuentran todos los fragmentos y las piezas de un Boeing 747, sueltos y desordenados. Ocurre que un tifón se abate sobre la trapería.
¿Cuál es la probabilidad de que después encontremos un 747 totalmente ensamblado y listo para volar? Es tan pequeña que resulta despreciable, incluso en el caso de que el tifón soplara en tantas traperías que llenasen por completo el Universo» (pág. 19).
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